Entonces uno viene a París a olvidar las penas que ha dejado en otro continente y se topa en cambio con nuevas soledades inventadas. Siempre hay recuerdos en las paredes de otro idioma, porque aquello que no se entiende, se interpreta. Es esa estúpida necesidad de darle nombre a los sentimientos como si fueran objetos en una estantería de mercado. Relacionar palabras con palabras, crear hilos conductores de objetos a objetos, ver reflejada en una persona a otra persona. Todo lo nuevo se acaba volviendo rutina y se ha caminado esta calle ya más de diez veces en dos semanas en un rodeo inevitable de pasos que nunca conducen a nada.
Pero a veces sólo basta ver a Carlos salir del café para comenzar a llamar a ese desvío premeditado, destino. Y entonces no hay más que verlo existir, un domingo a las cinco de la tarde, jugando con el aire de diciembre. Interrumpiendo el dulce olor a tristeza que se cuela en el cielo por momentos. Con los recuerdos de su vida desfilando al borde de su mirada. Sus ojos dibujando palabras en el silencio, son historias que se leen desde su pupila aguamarina.
Y luego las sonrisas de la tarde que ya se ha convertido en noche. Entre sorbos de café y trozos de tarte tatin compartidos me cuenta memorias fragmentadas, pero siempre después de la tercera servilleta doblada. Me habla de como a veces piensa en la Argentina que abandonó un día como este, años atrás. Cuando el cielo era igual de gris desde su patria expoliada y había silencios en dónde debían ir palabras. Y lo único que él tenía era un equipaje lleno de excusas gastadas.
Algunas tardes su mirada se empaña con una especie de velo tornasolado. Y de pronto él ya no es él, sino una mera alucinación de lo que hubiera podido ser si no se hubiera marchado. Estos trances duran, generalmente, alrededor de veinte segundos. Y parece que sólo recobra el sentido para intentar describirme como por instantes le duele ser quien es y estar en donde está, mientras yo le digo que lamento que ésta haya sido su vida
Con cada puesta de Sol aprehendo un poco más de su alma. Voy desenvolviendo su esencia en lentos atardeceres de invierno. Poco a poco entiendo que su vida no ha sido más que una compilación de tal veces. Que en dos años ha roto veinte promesas pactadas, dieciséis vasos transparentes, doce puntas de lápiz, cinco ornamentos decorativos, cuatro fotografías, tres corazones, dos chamarras y una nariz. Que en cinco semanas y media arrasó con siete posibilidades de un tal vez, cuatro potenciales historias de amor y una tienda departamental de películas. Y durante veintiún días amó a cinco girasoles, dos geranios y un libro.
Sé también que a los trece años se proclamó rey del olvido y domador de palabras, que no recuerda nada de la mujer con la que compartió cuatro años de juventud, doce mil caricias prestadas y más de ochenta suspiros gastados.
Algunas noches me acompaña hasta mi departamento, otras se despide al final de la calle que une a nuestras dos residencias baratas. Y a veces cuando llego a casa me da por llorar al borde de la escalera: por no poder ser su París, por temor a ser la Argentina que lo ha visto marchar, dejando un amargo sabor en el aire prometiendo que algún día volverá.
No hay comentarios:
Publicar un comentario