sábado, 1 de enero de 2011

El París de Cortázar (o "Del lado de allá")


El laberinto en el que Cortázar nos coloca con las palabras permite palpar París, llegar sorpresivamente a esa mítica, terriblemente hermosa ciudad. Y es que a veces todo es París visto desde los ojos del gran cronopio. París con sus encuentros y desencuentros. París con su azar y su destino, su cautivante magia y su atroz embrujo.
Al leer fragmentos de Rayuela, queda claro que la belleza de ésa metrópoli es incuestionable. Hay una fuerza que nos atrae como lectores a querer estar ahí, el libro hace que el exilio parezca menos amargo. Es verdad que las palabras de Cortázar ayudan a sobrellevar los peores días pero también que sirven de acompañamiento para los mejores. He leído el libro dos veces y media. La primera lo hice en el orden preestablecido por las reglas inútiles del mundo contemporáneo, órdenes que, supuestamente, regulan el caos literario que es cada obra maestra. La segunda, seguí el tablero de dirección trazado por la mano del genio. Sin embargo, últimamente opto por leer el libro "a medias" es decir, por capítulos elegidos por mí en base a su poder seductor. De ahí que haya memorizado sus oraciones como un credo, como una carta inédita de amor.
No amo París porque ame Rayuela, pero sí amé primero Rayuela que París. Y amo Rayuela por su inmanente belleza, por su acertado retrato de la realidad y, sobre todo, por su total sinceridad. Amo Rayuela por su constancia en todos los episodios significativos de mi vida, por su permanencia en todos los saltos del tiempo que robo. Amo Rayuela porque es la vida: los aciertos y los errores, el egoísmo y la inocencia, el exilio y el regreso, la locura y el olvido, el amor y el no saber amar. Pero también la resiento: por su perfección inhumana, por su inigualable esteticismo, por su tiránica (increíblemente realista) conclusión. Ninguna mujer que haya amado el libro de Cortázar podrá negar que ha intentado que algo de Maga se quede en ella, ninguna afirmará haberlo logrado del todo (o siquiera un poco). Asimismo, hay que reconocer que existen pedazos de Oliveira en todos nosotros: sería estúpido negar que, en algún momento, no nos hayamos sentimos como el Horacio egoísta y redentor. Cada ser humano es, en un momento determinado, contradictor (la pieza perdida, el rompecabezas inconcluso, el hombre vacío que necesita ser amado completamente, que desea amar pero no sabe cómo, que se hunde en recuerdos y se debate en olvido). Horacio es, pues, la piedrita en el zapato: todo eso que somos, que tanto nos pesa, que siempre nos duele.
Y París, entonces, es más que el escenario en dónde todo ocurre. Es el Gran Tornillo que nos hace girar, el fuego sordo que nos hace arder de pasión, el viento que aviva la llama, que nos quema y consume. París es la primera vez que vi la torre Eiffel, la ocasión en que sentí ganas de llorar de tanta belleza, la primera oportunidad que he tenido de sublimarme. París es la primera vez que viajé, mi chocolate favorito, una tarde de café en casa de mi mejor amiga. París es mi primer beso, una plática de siete horas, el sonido de la lluvia al caer en los tejados, el olor a tierra mojada. Es mi película favorita, cuando escribí algo medianamente decente. París es la oportunidad de adquirir cualidades de Maga, de sentir el infinito en mis ojos, de palpar y aprehender y vivir eso que Julio escribió.

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